JUEGOS MALABARES
— ¡Billy! —le llamó Charlie tan pronto como se bajó del
coche.
Me volví hacia la casa y, una vez me hube guarecido debajo
del porche, hice señales a Jacob para que entrase. Oí a Charlie saludarlos
efusivamente a mis espaldas.
—Jake, voy a hacer como que no te he visto al volante —dijo
con desaprobación.
—En la reserva conseguimos muy pronto los permisos de
conducir —replicó Jacob mientras yo abría la puerta y encendía la luz del
porche.
—Seguro que sí —se rió Charlie.
—De alguna manera he de dar una vuelta.
A pesar de los años transcurridos, reconocí con facilidad la
voz retumbante de Billy. Su sonido me hizo sentir repentinamente más joven, una
niña.
Entré en la casa, dejando abierta la puerta detrás de mí, y
fui encendiendo las luces antes de colgar mi cazadora. Luego, permanecí en la
puerta, contemplando con ansiedad cómo Charlie y Jacob ayudaban a Billy a salir
del coche y a sentarse en la silla de ruedas.
Me aparté del camino mientras entraban a toda prisa
sacudiéndose la lluvia.
—Menuda sorpresa —estaba diciendo Charlie.
—Hace ya mucho tiempo que no nos vemos. Confío en que no sea
un mal momento —respondió Billy, cuyos inescrutables ojos oscuros volvieron a
fijarse en mí.
—No, es magnífico. Espero que os podáis quedar para el
partido.
Jacob mostró una gran sonrisa.
—Creo que ése es el plan... Nuestra televisión se estropeó
la semana pasada.
Billy le dirigió una mueca a su hijo y añadió:
—Y, por supuesto, Jacob deseaba volver a ver a Bella.
Jacob frunció el ceño y agachó la cabeza mientras yo
reprimía una oleada de remordimiento. Tal vez había sido demasiado convincente
en la playa.
— ¿Tenéis hambre? —pregunté mientras me dirigía hacia la
cocina, deseosa de escaparme de la inquisitiva mirada de Billy.
—No, cenamos antes de venir —respondió Jacob.
— ¿Y tú, Charlie? —le pregunté de refilón al tiempo que
doblaba la esquina a toda prisa para escabullirme.
—Claro —replicó. Su voz se desplazó hacia la habitación de
en frente, hacia el televisor. Oí cómo le seguía la silla de Billy.
Los sandwiches de queso se estaban tostando en la sartén
mientras cortaba en rodajas un tomate cuando sentí que había alguien a mis
espaldas.
—Bueno, ¿cómo te va todo? —inquirió Jacob.
—Bastante bien —sonreí. Era difícil resistirse a su
entusiasmo—. ¿Y a ti? ¿Terminaste el coche?
—No —arrugó la frente—. Aún necesito piezas. Hemos pedido
prestado ése —comentó mientras señalaba con el pulgar en dirección al patio
delantero.
—Lo siento, pero no he visto ninguna pieza. ¿Qué es lo que
estáis buscando?
—Un cilindro maestro —sonrió de oreja a oreja y de repente
añadió—: ¿Hay algo que no funcione en el monovolumen?
—Ah. Me lo preguntaba al ver que no lo conducías.
Mantuve la vista fija en la sartén mientras levantaba el
extremo de un sándwich para comprobar la parte inferior.
—Di un paseo con un amigo.
—Un buen coche —comentó con admiración—, aunque no reconocí
al conductor. Creía conocer a la mayoría de los chicos de por aquí.
Asentí sin comprometerme ni alzar los ojos mientras daba la
vuelta a los sandwiches.
—Papá parecía conocerle de alguna parte.
—Jacob, ¿me puedes pasar algunos platos? Están en el armario
de encima del fregadero.
—Claro.
Tomó los platos en silencio. Esperaba que dejara el asunto.
— ¿Quién es? —preguntó mientras situaba dos platos sobre la
encimera, cerca de mí. Suspiré derrotada.
—Edward Cullen.
Para mi sorpresa, rompió a reír. Alcé la vista hacia él, que
parecía un poco avergonzado.
—Entonces, supongo que eso lo explica todo —comentó—. Me
preguntaba por qué papá se comportaba de un modo tan extraño.
—Es cierto —simulé una expresión inocente—. No le gustan los
Cullen.
—Viejo supersticioso —murmuró en un susurro.
—No crees que se lo vaya a decir a Charlie, ¿verdad? —no
pude evitar el preguntárselo. Las palabras, pronunciadas en voz baja, salieron
precipitadamente de mis labios.
—Lo dudo —respondió finalmente—. Creo que Charlie le soltó
una buena reprimenda la última vez, y desde entonces no han hablado mucho. Me
parece que esta noche es una especie de reencuentro, por lo que no creo que
papá lo vuelva a mencionar.
—Ah —dije, intentando parecer indiferente.
Me quedé en el cuarto de estar después de llevarle a Charlie
la cena, fingiendo ver el partido mientras Jacob charlaba conmigo; pero, en
realidad, estaba escuchando la conversación de los dos hombres, atenta a
cualquier indicio de algo sospechoso y buscando la forma de detener a Billy
llegado el momento.
Fue una larga noche. Tenía muchos deberes sin hacer, pero
temía dejar a Billy a solas con Charlie. Finalmente, el partido terminó.
— ¿Vais a regresar pronto tus amigos y tú a la playa?
—preguntó Jacob mientras empujaba la silla de su padre fuera del umbral.
—No estoy segura —contesté con evasivas.
—Ha sido divertido, Charlie ——dijo Billy.
—Acércate a ver el próximo partido —le animó Charlie.
—Seguro, seguro —dijo Billy—. Aquí estaremos. Que paséis una
buena noche —sus ojos me enfocaron y su sonrisa desapareció al agregar con
gesto serio—: Cuídate, Bella.
—Gracias —musité desviando la mirada.
Me dirigí hacia las escaleras mientras Charlie se despedía
con la mano desde la entrada.
—Aguarda, Bella —me pidió.
Me encogí. ¿Le había dicho Billy algo antes de que me
reuniera con ellos en el cuarto de estar?
Pero Charlie aún seguía relajado y sonriente a causa de la
inesperada visita.
—No he tenido ocasión de hablar contigo esta noche. ¿Qué tal
te ha ido el día?
—Bien —vacilé, con un pie en el primer escalón, en busca de
detalles que pudiera compartir con él sin comprometerme—. Mi equipo de
bádminton ganó los cuatro partidos.
— ¡Vaya! No sabía que supieras jugar al bádminton.
—Bueno, lo cierto es que no, pero mi compañero es realmente
bueno —admití.
— ¿Quién es? —inquirió en señal de interés.
—Eh... Mike Newton —le revelé a regañadientes.
—Ah, sí. Me comentaste que eras amiga del chico de los
Newton —se animó—. Una buena familia —musitó para sí durante un minuto—. ¿Por
qué no le pides que te lleve al baile este fin de semana?
— ¡Papá! —gemí—. Está saliendo con mi amiga Jessica. Además,
sabes que no sé bailar.
—Ah, sí—murmuró. Entonces me sonrió con un gesto de
disculpa—. Bueno, supongo que es mejor que te vayas el sábado. .. Había
planeado ir de pesca con los chicos de la comisaría. Parece que va a hacer
calor de verdad, pero me puedo quedar en casa si quieres posponer tu viaje
hasta que alguien te pueda acompañar. Sé que te dejo aquí sola mucho tiempo.
—Papá, lo estás haciendo fenomenal —le sonreí con la
esperanza de ocultar mi alivio—. Nunca me ha preocupado estar sola, en eso me
parezco mucho a ti.
Le guiñé un ojo, y al sonreírme le salieron arrugas
alrededor de los ojos.
Esa noche dormí mejor porque me encontraba demasiado cansada
para soñar de nuevo. Estaba de buen humor cuando el gris perla de la mañana me
despertó. La tensa velada con Billy y Jacob ahora me parecía inofensiva y
decidí olvidarla por completo. Me descubrí silbando mientras me recogía el pelo
con un pasador. Luego, bajé las escaleras dando saltos. Charlie, que desayunaba
sentado a la mesa, se dio cuenta y comentó:
—Estás muy alegre esta mañana.
Me encogí de hombros.
—Es viernes.
Me di mucha prisa para salir en cuanto se fuera Charlie.
Había preparado la mochila, me había calzado los zapatos y cepillado los
dientes, pero Edward fue más rápido a pesar de que salí disparada por la puerta
en cuanto me aseguré de que Charlie se había perdido de vista. Me esperaba en
su flamante coche con las ventanillas bajadas y el motor apagado.
Esta vez no vacilé en subirme al asiento del copiloto lo más
rápidamente posible para verle el rostro. Me dedicó esa sonrisa traviesa y
abierta que me hacía contener el aliento y me paralizaba el corazón. No podía
concebir que un ángel fuera más espléndido. No había nada en Edward que se
pudiera mejorar.
— ¿Cómo has dormido? —me preguntó. ¿Sabía lo atrayente que
resultaba su voz?
—Bien. ¿Qué tal tu noche?
—Placentera.
Una sonrisa divertida curvó sus labios. Me pareció que me
estaba perdiendo una broma privada.
— ¿Puedo preguntarte qué hiciste?
—No —volvió a sonreír—, el día de hoy sigue siendo mío.
Quería saber cosas sobre la gente, sobre Renée, sus
aficiones, qué hacíamos juntas en nuestro tiempo libre, y luego sobre la única
abuela a la que había conocido, mis pocos amigos del colegio y... me puse
colorada cuando me preguntó por los chicos con los que había tenido citas. Me
aliviaba que en realidad nunca hubiera salido con ninguno, por lo que la
conversación sobre ese tema en particular no fue demasiado larga. Pareció tan
sorprendido como Jessica y Angela por mi escasa vida romántica.
— ¿Nunca has conocido a nadie que te haya gustado? —me
preguntó con un tono tan serio que me hizo preguntarme qué estaría pensando al
respecto.
De mala gana, fui sincera:
—En Phoenix, no.
Frunció los labios con fuerza.
Para entonces, nos hallábamos ya en la cafetería. El día
había transcurrido rápidamente en medio de ese borrón que se estaba
convirtiendo en rutina. Aproveché la breve pausa para dar un mordisco a mi
rosquilla.
—Hoy debería haberte dejado que condujeras —anunció sin
venir a cuento mientras masticaba.
— ¿Por qué? —quise saber.
—Me voy a ir con Alice después del almuerzo.
—Vaya —parpadeé, confusa y desencantada—. Está bien, no está
demasiado lejos para un paseo.
Me miró con impaciencia.
—No te voy a hacer ir a casa andando. Tomaremos tu coche y lo
dejaremos aquí para ti.
—No llevo la llave encima —musité—. No me importa caminar,
de verdad.
Lo que me importaba era disponer de menos tiempo en su
compañía.
Negó con la cabeza.
—Tu monovolumen estará aquí y la llave en el contacto, a
menos que temas que alguien te lo pueda robar.
Se rió sólo de pensarlo.
—De acuerdo —acepté con los labios apretados.
Estaba casi segura de que tenía la llave en el bolsillo de
los vaqueros que había llevado el miércoles, debajo de una pila de ropa en el
lavadero.
Jamás la encontraría, aunque irrumpiera en mi casa o
cualquier otra cosa que estuviera planeando. Pareció percatarse del desafío
implícito en mi aceptación, pero sonrió burlón, demasiado seguro de sí mismo.
— ¿Adonde vas a ir? —pregunté de la forma más natural que
fui capaz.
—De caza —replicó secamente—. Si voy a estar a solas contigo
mañana, voy a tomar todas las precauciones posibles —su rostro se hizo más
taciturno y suplicante—. Siempre lo puedes cancelar, ya sabes.
Bajé la vista, temerosa del persuasivo poder de sus ojos. Me
negué a dejarme convencer de que le temiera, sin importar lo real que pudiera
ser el peligro. No importa, me repetí en la mente.
—No —susurré mientras le miraba a la cara—. No puedo.
—Tal vez tengas razón —murmuró sombríamente.
El color de sus ojos parecía oscurecerse conforme lo miraba.
Cambié de tema.
— ¿A qué hora te veré mañana? —quise saber, ya deprimida por
la idea de tener que dejarle ahora.
—Eso depende... Es sábado. ¿No quieres dormir hasta tarde?
—me ofreció.
—No —respondí a toda prisa. Contuvo una sonrisa.
—Entonces, a la misma hora de siempre —decidió—. ¿Estará
Charlie ahí?
—No, mañana se va a pescar.
Sonreí abiertamente ante el recuerdo de la forma tan
conveniente con que se habían solucionado las cosas.
— ¿Y qué pensará si no vuelves? —inquirió con la voz
cortante.
—No tengo ni idea —repliqué con frialdad—. Sabe que tengo
intención de hacer la colada. Tal vez crea que me he caído dentro de la
lavadora.
Me miró con el ceño enfurruñado y yo hice lo mismo. Su rabia
fue mucho más impresionante que la mía.
— ¿Qué vas a cazar esta noche? —le pregunté cuando estuve
segura de haber perdido el concurso de ceños.
—Cualquier cosa que encontremos en el parque —parecía
divertido por mi informal referencia a sus actividades secretas—. No vamos a ir
lejos.
— ¿Por qué vas con Alice? —me extrañé.
—Alice es la más... compasiva.
Frunció el ceño al hablar.
— ¿Y los otros? —Pregunté con timidez—. ¿Cómo se lo toman?
Arrugó la frente durante unos momentos.
—La mayoría con incredulidad.
Miré a hurtadillas y con rapidez a su familia. Permanecían
sentados con la mirada perdida en diferentes direcciones, del mismo modo que la
primera vez que los vi. Sólo que ahora eran cuatro, su hermoso hermano con pelo
de bronce se sentaba frente a mí con los dorados ojos turbados.
—No les gusto —supuse.
—No es eso —disintió, pero sus ojos eran demasiado inocentes
para mentir—. No comprenden por qué no te puedo dejar sola.
Sonreí de oreja a oreja.
—Yo tampoco, si vamos al caso.
Edward movió la cabeza lentamente y luego miró al techo
antes de que nuestras miradas volvieran a encontrarse.
—Te lo dije, no te ves a ti misma con ninguna claridad. No
te pareces a nadie que haya conocido. Me fascinas.
Le dirigí una mirada de furia, segura de que hablaba en broma.
Edward sonrió al descifrar mi expresión.
—Al tener las ventajas que tengo —murmuró mientras se tocaba
la frente con discreción—, disfruto de una superior comprensión de la
naturaleza humana. Las personas son predecibles, pero tú nunca haces lo que espero.
Siempre me pillas desprevenido.
Desvié la mirada y mis ojos volvieron a vagar de vuelta a su
familia, avergonzada y decepcionada. Sus palabras me hacían sentir como una
cobaya. Quise reírme de mí misma por haber esperado otra cosa.
—Esa parte resulta bastante fácil de explicar —continuó.
Aunque todavía no era capaz de mirarle, sentí sus ojos fijos en mi rostro—,
pero hay más, y no es tan sencillo expresarlo con palabras...
Seguía mirando fijamente a los Cullen mientras él hablaba.
De repente, Rosalie, su rubia e impresionante hermana, se volvió para echarme
un vistazo. No, no para echarme un vistazo. Para atraparme en una mirada feroz
con sus ojos fríos y oscuros. Hasta que Edward se interrumpió a mitad de frase
y emitió un bufido muy bajo. Fue casi un siseo.
Rosalie giró la cabeza y me liberé. Volví a mirar a Edward,
y supe que podía ver la confusión y el miedo que me había hecho abrir tanto los
ojos. Su rostro se tensó mientras se explicaba:
—Lo lamento. Ella sólo está preocupada. Ya ves... Después de
haber pasado tanto tiempo en público contigo no es sólo peligroso para mí si...
—bajó la vista.
— ¿Si...?
—Si las cosas van mal.
Dejó caer la cabeza entre las manos, como aquella noche en
Port Angeles. Su angustia era evidente. Anhelaba confortarle, pero estaba muy
perdida para saber cómo hacerlo. Extendí la mano hacia él involuntariamente,
aunque rápidamente la dejé caer sobre la mesa, ante el temor de que mi caricia
empeorase las cosas. Lentamente comprendía que sus palabras deberían asustarme.
Esperé a que el miedo llegara, pero todo lo que sentía era dolor por su pesar.
Y frustración... Frustración porque Rosalie hubiera interrumpido
fuera lo que fuera lo que estuviese a punto de decir. No sabía cómo sacarlo a
colación de nuevo. Seguía con la cabeza entre las manos. Intenté hablar con un
tono de voz normal:
— ¿Tienes que irte ahora?
—Sí —alzó el rostro, por un momento estuvo serio, pero luego
cambió de estado de ánimo y sonrió—. Probablemente sea lo mejor. En Biología
aún nos quedan por soportar quince minutos de esa espantosa película. No creo
que lo aguante más.
Me llevé un susto. De repente, Alice se encontraba en pie
detrás del hombro de Edward. Su pelo corto y de punta, negro como la tinta,
rodeaba su exquisita, delicada y pequeña faz como un halo impreciso. Su delgada
figura era esbelta y grácil incluso en aquella absoluta inmovilidad. Edward la
saludó sin desviar la mirada de mí.
—Alice.
—Edward —respondió ella. Su aguda voz de soprano era casi
tan atrayente como la de su hermano.
—Alice, te presento a Bella... Bella, ésta es Alice —nos
presentó haciendo un gesto informal con la mano y una seca sonrisa en el
rostro.
—Hola, Bella —sus brillantes ojos de color obsidiana eran
inescrutables, pero la sonrisa era cordial—. Es un placer conocerte al fin.
Edward le dirigió una mirada sombría.
—Hola, Alice —musité con timidez.
— ¿Estás preparado? —le preguntó.
—Casi —replicó Edward con voz distante—. Me reuniré contigo
en el coche.
Alice se alejó sin decir nada más. Su andar era tan flexible
y sinuoso que sentí una aguda punzada de celos.
—Debería decir «que te diviertas», ¿o es el sentimiento
equivocado? —le pregunté volviéndome hacia él.
—No, «que te diviertas» es tan bueno como cualquier otro.
Esbozó una amplia sonrisa.
—En tal caso, que te diviertas.
Me esforcé en parecer sincera, pero, por supuesto, no le
engañé.
—Lo intentaré —seguía sonriendo—. Y tú, intenta mantenerte a
salvo, por favor.
—A salvo en Forks... ¡Menudo reto!
—Para ti lo es —el rostro se endureció—. Prométemelo.
—Prometo que intentaré mantenerme ilesa —declamé—. Esta
noche haré la colada... Una tarea que no debería entrañar demasiado peligro.
—No te caigas dentro de la lavadora —se mofó.
—Haré lo que pueda.
Se puso en pie y yo también me levanté.
—Te veré mañana —musité.
—Te parece mucho tiempo, ¿verdad? —murmuró.
Asentí con desánimo.
—Por la mañana, allí estaré —me prometió esbozando su
sonrisa picara.
Extendió la mano a través de la mesa para acariciarme la
cara, me rozó levemente los pómulos y luego se dio la vuelta y se alejó. Clavé
mis ojos en él hasta que se marchó.
Sentí la enorme tentación de hacer novillos el resto del
día, faltar al menos a clase de Educación física, pero mi instinto me detuvo.
Sabía que Mike y los demás darían por supuesto que estaba con Edward si
desaparecía ahora, y a él le preocupaba el tiempo que pasábamos juntos en
público por si las cosas no salían bien. Me negué a entretenerme con ese último
pensamiento y en vez de eso, concentré mi atención en hacer que las cosas
fueran más seguras para él.
Intuitivamente, sabía —y me daba cuenta de que él también lo
creía así— que mañana iba a ser un momento crucial. Nuestra relación no podía
continuar en el filo de la navaja. Caeríamos a uno u otro lado, dependiendo por
completo de su elección o de sus instintos. Había tomado mi decisión, lo había
hecho incluso antes de haber sido consciente de la misma y me comprometí a
llevarla a cabo hasta el final, porque para mí no había nada más terrible e
insoportable que la idea de separarme de él. Me resultaba imposible.
Resignada, me dirigí a clase. Para ser sincera, no sé qué
sucedió en Biología, estaba demasiado preocupada con los pensamientos de lo que
sucedería al día siguiente. En la clase de gimnasia, Mike volvía a dirigirme la
palabra otra vez. Me deseó que tuviera buen tiempo en Seattle. Le expliqué con
detalle que, preocupada por el coche, había cancelado mi viaje.
— ¿Vas a ir al baile con Cullen? —preguntó, repentinamente
mohíno.
—No, no voy a ir con nadie.
—Entonces, ¿qué vas a hacer? —inquirió con demasiado
interés.
Mi reacción instintiva fue decirle que dejara de
entrometerse, pero en lugar de eso le mentí alegremente.
—La colada, y he de estudiar para el examen de Trigonometría
o voy a suspender.
— ¿Te está ayudando Cullen con los estudios?
—Edward —enfaticé— no me va ayudar con los estudios. Se va a
no sé dónde durante el fin de semana.
Noté con sorpresa que las mentiras me salían con mayor
naturalidad que de costumbre.
—Ah —se animó—. Ya sabes, de todos modos, puedes venir al
baile con nuestro grupo. Estaría bien. Todos bailaríamos contigo —prometió.
La imagen mental del rostro de Jessica hizo que el tono de
mi voz fuera más cortante de lo necesario.
—Mike, no voy a ir al baile, ¿de acuerdo?
—Vale —se enfurruñó otra vez—. Sólo era una oferta.
Cuando al fin terminaron las clases, me dirigí al
aparcamiento sin entusiasmo. No me apetecía especialmente ir a casa a pie, pero
no veía la forma de recuperar el monovolumen. Entonces, comencé a creer una vez
más que no había nada imposible para él. Este último instinto demostró ser
correcto: mi coche estaba en la misma plaza en la que él había aparcado el
Volvo por la mañana. Incrédula, sacudí la cabeza mientras abría la puerta —no
estaba echado el pestillo— y vi las llaves en el bombín de la puesta en marcha.
Había un pedazo de papel blanco doblado sobre mi asiento. Lo
tomé y cerré la puerta antes de desdoblarlo. Había escrito dos palabras con su
elegante letra: «Sé prudente».
El sonido del motor al arrancar me asustó. Me reí de mí
misma.
El pomo de la puerta estaba cerrado y el pestillo sin echar,
tal y como se había quedado por la mañana. Una vez dentro, me fui directa al
lavadero. Parecía que todo seguía igual. Hurgué entre la ropa en busca de mis
vaqueros y revisé los bolsillos una vez que los hube encontrado. Vacíos. Quizás
las hubiera dejado colgando dentro del coche, pensé sacudiendo la cabeza.
Siguiendo el mismo instinto que me había movido a mentir a
Mike, telefoneé a Jessica so pretexto de desearle suerte en el baile. Cuando
ella me deseó lo mismo para mi día con Edward, le hablé de la cancelación.
Parecía más desencantada de lo realmente necesario para ser una observadora
imparcial. Después de eso, me despedí rápidamente.
Charlie estuvo distraído durante la cena, supuse que le
preocupaba algo relacionado con el trabajo, o tal vez con el partido de
baloncesto, o puede que le hubiera gustado de verdad la lasaña. Con Charlie,
era difícil saberlo.
— ¿Sabes, papá? —comencé, interrumpiendo su meditación.
— ¿Qué pasa, Bella?
—Creo que tienes razón en lo del viaje a Seattle. Me parece
que voy a esperar hasta que Jessica o algún otro me puedan acompañar.
—Ah —dijo sorprendido—. De acuerdo. Bueno, ¿quieres que me
quede en casa?
—No, papá, no cambies de planes. Tengo un millón de cosas
que hacer: los deberes, la colada, necesito ir a la biblioteca y al
supermercado. Estaré entrando y saliendo todo el día. Ve y diviértete.
— ¿Estás segura?
—Totalmente, papá. Además, el nivel de pescado del
congelador está bajando peligrosamente... Hemos descendido hasta tener reservas
sólo para dos o tres años.
Me sonrió.
—Resulta muy fácil vivir contigo, Bella.
—Podría decir lo mismo de ti —contesté entre risas demasiado
apagadas, pero no pareció notarlo. Me sentí culpable por hacerle creer aquello,
y estuve a punto de seguir el consejo de Edward y decirle dónde iba a estar. A
punto.
Después de la cena, doblé la ropa y puse otra colada en la
secadora. Por desgracia, era la clase de trabajo que sólo mantiene ocupadas las
manos y mi mente tuvo demasiado tiempo libre, sin duda, y debido a eso perdí el
control. Fluctuaba entre una ilusión tan intensa que se acercaba al dolor y un
miedo insidioso que minaba mi resolución. Tuve que seguir recordándome que ya
había elegido y que no había vuelta atrás. Saqué del bolsillo la nota de Edward
dedicando mucho más esfuerzo del necesario para embeberme con las dos simples
palabras que había escrito. El quería que estuviera a salvo, me dije una y otra
vez. Sólo podía aferrarme a la confianza de que al fin ese deseo prevaleciera
sobre los demás. ¿Qué otra alternativa tenía? ¿Apartarle de mi vida?
Intolerable. Además, en realidad, parecía que toda mi vida girase en torno a él
desde que vine a Forks.
Una vocecita preocupada en el fondo de mi mente se
preguntaba cuánto dolería en el caso de que las cosas terminaran mal.
Me sentí aliviada cuando se hizo lo bastante tarde para
acostarme. Sabía de sobra que estaba demasiado estresada para dormir, por lo
que hice algo que nunca había hecho antes: tomar sin necesidad y de forma
consciente una medicina para el resfriado, de esas que me dejaban grogui
durante unas ocho horas. Normalmente no hubiera justificado esa clase de
comportamiento en mí misma, pero el día siguiente ya iba a ser bastante
complicado como para añadirle que estuviera atolondrada por no haber pegado
ojo. Me sequé el pelo hasta que estuvo totalmente liso y me ocupé de la ropa
que llevaría al día siguiente mientras aguardaba a que hiciera efecto el
fármaco.
Una vez que lo tuve todo listo para el día siguiente, me
tendí al fin en la cama. Estaba agitada, sin poder parar de dar vueltas. Me
levanté y revolví la caja de zapatos con los CD hasta encontrar una
recopilación de los nocturnos de Chopin. Lo puse a un volumen muy bajo y volví
a tumbarme, concentrándome en ir relajando cada parte de mi cuerpo. En algún
momento de ese ejercicio, hicieron efecto las pastillas contra el resfriado y,
por suerte, me quedé dormida.
Me desperté a primera hora después de haber dormido a pierna
suelta y sin pesadillas gracias al innecesario uso de los fármacos. Aun así,
salté de la cama con el mismo frenesí de la noche anterior. Me vestí
rápidamente, me ajusté el cuello alrededor de la garganta y seguí forcejeando
con el suéter de color canela hasta colocarlo por encima de los vaqueros. Con
disimulo, eché un rápido vistazo por la ventana para verificar que Charlie se
había marchado ya. Una fina y algodonosa capa de nubes cubría el cielo, pero no
parecía que fuera a durar mucho. Desayuné sin saborear lo que comía y me
apresuré a fregar los platos en cuanto hube terminado. Volví a echar un vistazo
por la ventana, pero no se había producido cambio alguno. Apenas había
terminado de cepillarme los dientes y me disponía a bajar las escaleras cuando
una sigilosa llamada de nudillos provocó un sordo golpeteo de mi corazón contra
las costillas.
Fui corriendo hacia la entrada. Tuve un pequeño problema con
el pestillo, pero al fin conseguí abrir la puerta de un tirón y allí estaba él.
Se desvaneció toda la agitación y recuperé la calma en cuanto vi su rostro.
Al principio no estaba sonriente, sino sombrío, pero su
expresión se alegró en cuanto se fijó en mí, y se rió entre dientes.
—Buenos días.
— ¿Qué ocurre?
Eché un vistazo hacia abajo para asegurarme de que no me
había olvidado de ponerme nada importante, como los zapatos o los pantalones.
—Vamos a juego.
Se volvió a reír. Me di cuenta de que él llevaba un gran
suéter ligero del mismo color que el mío, cuyo cuello a la caja dejaba al
descubierto el de la camisa blanca que llevaba debajo, y unos vaqueros azules.
Me uní a sus risas al tiempo que ocultaba una secreta punzada de
arrepentimiento... ¿Por qué tenía él que parecer un modelo de pasarela y yo no?
Cerré la puerta al salir mientras él se dirigía al
monovolumen. Aguardó junto a la puerta del copiloto con una expresión resignada
y perfectamente comprensible.
—Hicimos un trato —le recordé con aire de suficiencia
mientras me encaramaba al asiento del conductor y me estiraba para abrirle la
puerta.
— ¿Adonde? —le pregunté.
—Ponte el cinturón... Ya estoy nervioso.
Le dirigí una mirada envenenada mientras le obedecía.
— ¿Adonde? —repetí suspirando.
—Toma la 101 hacia el norte —ordenó.
Era sorprendentemente difícil concentrarse en la carretera
al mismo tiempo que sentía sus ojos clavados en mi rostro. Lo compensé
conduciendo con más cuidado del habitual mientras cruzaba las calles del
pueblo, aún dormido.
— ¿Tienes intención de salir de Forks antes del anochecer?
—Un poco de respeto —le recriminé—, este trasto tiene los
suficientes años para ser el abuelo de tu coche.
A pesar de su comentario recriminatorio, pronto atisbamos
los límites del pueblo. Una maleza espesa y una ringlera de troncos verdes
reemplazaron las casas y el césped.
—Gira a la derecha para tomar la 101 —me indicó cuando
estaba a punto de preguntárselo. Obedecía en silencio.
—Ahora, avanzaremos hasta que se acabe el asfalto.
Detecté cierta sorna en su voz, pero tenía demasiado miedo a
salirme de la carretera como para mirarle y asegurarme de que estaba en lo
cierto.
— ¿Qué hay allí, donde se acaba el asfalto?
—Una senda.
— ¿Vamos de caminata? —pregunté preocupada. Gracias a Dios,
me había puesto las zapatillas de tenis.
— ¿Supone algún problema?
Lo dijo como si esperara que fuera así.
—No.
Intenté que la mentira pareciera convincente, pero si
pensaba que el monovolumen era lento, tenía que esperar a verme a mí...
—No te preocupes, sólo son unos ocho kilómetros y no iremos
deprisa.
¡Ocho kilómetros! No le respondí para que no notara cómo el
pánico quebraba mi voz. Ocho kilómetros de raíces traicioneras y piedras
sueltas que intentarían torcerme el tobillo o incapacitarme de alguna otra
manera. Aquello iba a resultar humillante.
Avanzamos en silencio durante un buen rato mientras yo
sentía pavor ante la perspectiva de nuestra llegada.
— ¿En qué piensas? —preguntó con impaciencia.
—Sólo me preguntaba adonde nos dirigimos —volví a mentirle.
—Es un lugar al que me gusta mucho ir cuando hace buen
tiempo.
Luego, ambos nos pusimos a mirar por las ventanillas a las
nubes, que comenzaban a diluirse en el firmamento.
—Charlie dijo que hoy haría buen tiempo.
— ¿Le dijiste lo que te proponías?
—No.
—Pero Jessica cree que vamos a Seattle juntos... —la idea
parecía de su agrado—. — ¿No?
—No, le dije que habías suspendido el viaje... cosa que es
cierta.
— ¿Nadie sabe que estás conmigo? —inquirió, ahora con
enfado.
—Eso depende... ¿He de suponer que se lo has contado a
Alice?
—Eso es de mucha ayuda, Bella —dijo bruscamente.
Fingí no haberle oído, pero volvió a la carga y preguntó:
— ¿Te deprime tanto Forks que estás preparando tu suicidio?
—Dijiste que un exceso de publicidad sobre nosotros podría ocasionarte
problemas —le recordé.
— ¿Y a ti te preocupan mis posibles problemas? —El tono de
su voz era de enfado y amargo sarcasmo—. ¿Y si no regresas?
Negué con la cabeza sin apartar la vista de la carretera.
Murmuró algo en voz baja, pero habló tan deprisa que no le comprendí.
Nos mantuvimos en silencio el resto del trayecto en el
coche. Noté que en su interior se alzaban oleadas de rabiosa desaprobación,
pero no se me ocurría nada que decir.
Entonces se terminó la carretera, que se redujo hasta
convertirse en una senda de menos de medio metro de ancho jalonada de pequeños
indicadores de madera. Aparqué sobre el estrecho arcén y salí sin atreverme a
fijar mi vista en él puesto que se había enfadado conmigo, y tampoco tenía
ninguna excusa para mirarle. Hacía calor, mucho más del que había hecho en
Forks desde el día de mi llegada, y a causa de las nubes hacía casi bochorno.
Me quité el suéter y lo anudé en torno a mi cintura, contenta de haberme puesto
una camiseta liviana y sin mangas, sobre todo si me esperaban ocho kilómetros a
pie.
Le oí dar un portazo y pude comprobar que también él se
había desprendido del suéter. Permanecía cerca del coche, de espaldas a mí,
encarándose con el bosque primigenio.
—Por aquí —indicó, girando la cabeza y con expresión aún
molesta. Comenzó a adentrarse en el sombrío bosque.
— ¿Y la senda?
El pánico se manifestó en mi voz mientras rodeaba el
vehículo para darle alcance.
—Dije que al final de la carretera había un sendero, no que
lo fuéramos a seguir.
— ¡¿No iremos por la senda?! —pregunté con desesperación.
—No voy a dejar que te pierdas.
Se dio la vuelta al hablar, sonriendo con mofa, y contuve un
gemido. Llevaba desabotonada la camiseta blanca sin mangas, por lo que la suave
superficie de su piel se veía desde el cuello hasta los marmóreos contornos de
su pecho, sin que su perfecta musculatura quedara oculta debajo de la ropa. La
desesperación me hirió en lo más hondo al comprender que era demasiado
perfecto. No había manera de que aquella criatura celestial estuviera hecha
para mí.
Desconcertado por mi expresión torturada, Edward me miró
fijamente.
— ¿Quieres volver a casa? —dijo con un hilo de voz. Un dolor
de diferente naturaleza al mío impregnaba su voz.
Me adelanté hasta llegar a su altura, ansiosa por no
desperdiciar ni un segundo del tiempo que pudiera estar en su compañía.
— ¿Qué va mal? —preguntó con amabilidad.
—No soy una buena senderista —le expliqué con desánimo—.
Tendrás que tener paciencia conmigo.
—Puedo ser paciente si hago un gran esfuerzo.
Me sonrió y sostuvo mi mirada en un intento de levantarme el
ánimo, súbita e inexplicablemente alicaído. Intenté devolverle la sonrisa, pero
no fue convincente. Estudió mi rostro.
—Te llevaré de vuelta a casa —prometió.
No supe determinar si la promesa se refería al final de la
jornada o a una marcha inmediata. Sabía que él creía que era el miedo lo que me
turbaba, y de nuevo agradecí ser yo la única persona a la que no le pudiera
leer el pensamiento.
—Si quieres que recorra ocho kilómetros a través de la selva
antes del atardecer, será mejor que empieces a indicarme el camino —le repliqué
con acritud.
Torció el gesto mientras se esforzaba por comprender mi tono
y la expresión de mis facciones. Después de unos momentos, se rindió y encabezó
la marcha hacia el bosque.
No resultó tan duro como me había temido. El camino era
plano la mayor parte del tiempo y estuvo a mi lado para sostenerme al pasar por
los húmedos heléchos y los mosaicos de musgo. Cuando teníamos que sortear
árboles caídos o pedruscos, me ayudaba, levantándome por el codo y soltándome
en cuanto la senda se despejaba. El toque gélido de su piel sobre la mía hacía
palpitar mi corazón invariablemente. Las dos veces en que esto sucedió miré de
reojo su rostro, estaba segura de que, no sabía cómo, él oía mis latidos.
Intenté mantener los ojos lejos de su cuerpo perfecto tanto
como me fue posible, pero a menudo no podía resistir la tentación de mirarle, y
su hermosura me sumía en la tristeza.
Recorrimos en silencio la mayor parte del trayecto. De vez
en cuando, Edward formulaba una pregunta al azar, una de las que no me había
hecho en los dos días anteriores de interrogatorio. Me interrogó sobre mis
cumpleaños, los profesores en la escuela primaria y las mascotas de mi
infancia... Tuve que admitir que había renunciado a ellas después de que se
murieran tres peces de forma seguida. Rompió a reír al oírlo con más fuerza de
lo que me tenía acostumbrada... De los bosques desiertos se levantó un eco
similar al tañido de las campanas.
La caminata me llevó la mayor parte de la mañana, pero él no
mostró signo alguno de impaciencia. El bosque se extendía a nuestro alrededor
en un interminable laberinto de viejos árboles, y la idea de que no
encontráramos la salida comenzó a ponerme nerviosa. Edward se encontraba muy a
gusto y cómodo en aquel dédalo de color verde, y nunca pareció dudar sobre qué
dirección tomar.
Después de varias horas, la luz pasó de un tenebroso tono
oliváceo a otro jade más brillante al filtrarse a través del dosel de ramas. El
día se había vuelto soleado, tal y como él había predicho. Comencé a sentir un
estremecimiento de entusiasmo por primera vez desde que entré en el bosque,
sensación que rápidamente se convirtió en impaciencia.
— ¿Aún no hemos llegado? —le pinché, fingiendo fruncir el
ceño.
—Casi —sonrió ante el cambio de mi estado de ánimo—. ¿Ves
ese fulgor de ahí delante?
—Humm —miré atentamente a través del denso follaje del
bosque—. ¿Debería verlo?
Esbozó una sonrisa burlona.
—Puede que sea un poco pronto para tus ojos.
—Tendré que pedir hora para visitar al oculista —murmuré.
Su sonrisa de mofa se hizo más pronunciada.
Pero entonces, después de recorrer otros cien metros, pude
ver sin ningún género de duda una luminosidad en los árboles que se hallaban
delante de mí, un brillo que era amarillo en lugar de verde. Apreté el paso, mi
avidez crecía conforme avanzaba. Edward me dejó que yo fuera delante y me
siguió en silencio.
Alcancé el borde de aquel remanso de luz y atravesé la última
franja de helecho para entrar en el lugar más maravilloso que había visto en mi
vida. La pradera era un pequeño círculo perfecto lleno de flores silvestres:
violetas, amarillas y de tenue blanco. Podía oír el burbujeo musical de un
arroyo que fluía en algún lugar cercano. El sol estaba directamente en lo alto,
colmando el redondel de una blanquecina calima luminosa. Pasmada, caminé sobre
la mullida hierba en medio de las flores, balanceándose al cálido aire dorado.
Me di media vuelta para compartir con él todo aquello, pero Edward no estaba
detrás de mí, como creía. Repentinamente alarmada, giré a mí alrededor en su
busca. Finalmente, lo localicé, inmóvil debajo de la densa sombra del dosel de
ramas, en el mismo borde del claro, mientras me contemplaba con ojos
cautelosos. Sólo entonces recordé lo que la belleza del prado me había hecho
olvidar: el enigma de Edward y el sol, lo que me había prometido mostrarme hoy.
Di un paso hacia él, con los ojos relucientes de curiosidad.
Los suyos en cambio se mostraban recelosos. Le sonreí para infundirle valor y
le hice señas para que se reuniera conmigo, acercándome un poco más. Alzó una
mano en señal de aviso y yo vacilé, y retrocedí un paso.
Edward pareció inspirar hondo y entonces salió al brillante
resplandor del mediodía.
2 comentarios:
Me encanta
Ermoso yobi lapelicula pero me gusta más leer
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